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P. VIDAL PEREZ DE VILLARREAL tro de profesores del colegio de Lecároz, en activo, como en sus mejores tiempos, a los 58 años de edad: en lo mejor de su madurez humana y espiritual. Pero no adelantemos acontecimientos, porque la vida de este religioso estuvo siempre inmersa en realizaciones idealistas, muchas veces utópicas, pero siempre dignas del más respetuoso recuerdo. Preparó su bachillerato durante las vacaciones de los cursos de teolo– gía, aprovechando el ambiente sereno y científico lecarocista en los veranos de los años 1916 a 1918, examinándose "por libre", en los meses de septiembre, en el Instituto General Técni– co Cardenal Cisneros de Vitoria, pudiendo ingresar en la Universidad de Madrid en otoño de 1918: Facultad de Ciencias Exactas. Cinco años de vida entregada al estudio de la mate– mática pura, con la ilusión juvenil que dominaba su vida cumplidos ya los veinticuatro años de su existencia. Cómo conoció el Padre Jorge al Padre Donostia Me lo contó repetidas veces en nuestros paseos diarios, después de nuestra refección o cena vespertina y lo publicó en 1986 en el Homenaje que Eusko lkaskuntza dedicó al padre Donostia. En la primavera de 1913 se establecieron los Capuchinos de forma estable en la calle Oquendo de San Sebastián; el día 14 de abril intervino el grupo de estudiantes filósofos capuchinos de Hondarribia, interpretando variedad de motetes polifónicos y números musi– cales más extensos y floridos, sobresaliendo el canto gregoriano por su novedad, siguiendo las entonces recientes orientaciones del hoy San Pío X, en su Motu Proprio de 1903. Músicos de la talla de D. Celedonio Múgica y D. José M.ª Olaizola, solicitaron del Padre Hermenegildo de Ciáurriz, director del coro, porporcionase en su sede de Hondarribia alguna audición al grupo musical del entorno geográfico guipuzcoano, poco ducho todavía en esas melodías del pasado; se le conoció con el nombre de Excursión gregorianista y tuvo lugar el día 4 de agosto de 1914; el Padre Jorge pertenecía, a sus veinte años, al grupo de cantores que, cual monjes veteranos de cualquier abadía de San Bernardo o de San Benito, hacían nuevas las melodías de ese cantar medieval insinuante y dulce, en la sala principal del convento de estu– dios filosóficos que la Orden Capuchina tenía en Hondarribia. No faltaba ningún inspirado compositor de temas religiosos e intérprete organista de la región, y, naturalmente, acudió el Padre Donostia. Con ese gracejo lleno de la picardía amable y sincera que siempre acompañó al Padre Jorge, me subrayaba la sencillez del Padre Otaño y lo cómodo que se hallaba entre aquellas pequeñas salas donde nada sobraba y mucho faltaba; el mismísimo Cardenal Patriarca de Lisboa, franciscano, Cardenal Netto, que, expulsado de Lisboa, halló en el convento capuchi– no refugio acogedor, vivía feliz en aquel ambiente totalmente opuesto a la sociedad de bie– nestar y consumo que hoy nos invade hasta en los claustros conventuales. El Padre Otaño no comprendía cómo podían sonar tan divinamente los sublimes y senci– llos motetes gregorianos en aquellas salitas que se parecían más a desvencijados desvanes que a salas de concierto; la felicidad y el arte nunca están reñidos con la pobreza y es de gran utilidad conocer la estrechez y saber contentarse con poco; fue la lección ascética allí aprendida por el Padre Nemesio Otaño. Como término de la sesión gregorianista, el padre José Antonio de San Sebastián les regaló al piano con unos cuantos números de sus Preludios vascos recién preparados por su ágil pluma musical; y de nuevo vuelvo a la frase dorsiana del principio: Torna amigo, a llenar el sitio en sombra que ya siempre ha de guardarte, exaltado un día con el prestigio de su presencia. 304

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