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124 Lázaro de Aspurz y a una madurez suficiente para el compromiso definitivo. Pero ¿basta hoy esa forma de noviciado? ¿cómo poner al candidato en actitud del don total sin una experiencia de conversión y sin la conciencia de una renuncia viril y entera, que requiere al menos la capacidad de valorización y el sentido social de la propia misión, imposibles en un adolescente de r6-r8 años? Hay que devolver al noviciado su función q.e opción definitiva y de iniciación madura en la vida religiosa, ori;ntándolo, no hacia una etapa experimental que se prolongará todavía por tres o cinco años, sino hacia la consagración decisiva. No ha perdido actualidad la amonestación de Pío XI: « Tengan presente los novicios que, lo que hayan sido en el noviciado, seguirán siéndolo durante toda la vida; es ilusorio pensar que más tarde podrán remediar el fallo, renovando el espíritu del noviciado, si una vez lo hicieron con poco o ningún provecho ll (19). En consecuencia, un retraso en la edad y en la etapa de formación traerá consigo mayor posibilidad de co– municar al mismo noviciado una atmósfera más positiva, con una pedagogía activa y abierta, teológicamente bien nutrida, y con una preparación más madura y consciente para la profesión. En tal caso, la finalidad de consolidación de la vocación y de maduración psicológica y espiritual, que hoy muchos atribuyen al tiempo de votos temporales, debería cumplirla el pre-noviciado. Po– dría éste iniciarse con una incorporación al instituto, perteneciendo a él sin ser todavía religioso, sistema que de hecho se está ya implan– tando en algunas partes. La profesión religiosa, como consagración integral, no sólo su– pone perpetuidad sino también totalidad en la renuncia. El proble– ma, pues, se extiende a la razón de ser de los votos simples tomados como instrumento de consagración. Muchos miembros de las con– gregaciones religiosas venían preguntándose, en relación por ejem– plo al voto de pobreza, en qué grado puede ser expresión de la res- (r9) Epist. ap. Unigenitus Dei Filius, r9 marzo 1924, Enchiridion cit., num. 348, p. 408.
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