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82 LÁZARO IRIARTE «Heraldo del Evangelio» es el apelativo que le da muchas veces el primer biógrafo. Un heraldo evangélico es, ante todo, un testigo y un enviado, un profeta. En esos mismos sermones, Antonio traza repetidas veces los rasgos del auténtico predicador: es un enviado, un simple portavoz, ministro de la Palabra, la cual posee eficacia en sí misma; ha de basarse siempre en la Palabra de Dios, estudiada, meditada, asimilada; el predicador ha de predicarla prime– ro a sí mismo y después a los demás, nunca en nombre propio, sino siempre en nombre de Dios. Se puede ser predicador eficacísimo también callando ... Como Jesús, el hombre del Evangelio ha de ser testigo de la VERDAD, mártir de su propio mensaje. Dejó escrito en uno de sus sermones: «La verdad engendra odio; por esto algunos, para no incurrir en el odio de los demás, echan sobre su boca el manto del silencio. Si predicaran la verdad tal como es y la misma verdad lo exige y la divina Escritura abiertamente lo impone, ellos incurrirían en el odio de las personas mundanas ... Jamás se debe dejar de decir la verdad, aun a costa de provocar escándalo» (Sermones, I, 332). Así lo hizo él. En el texto latino de sus sermones se percibe, bien que lejanamente, la vehemencia profética con que arremetía contra la prepotencia, la opresión y la violencia, contra todos los delitos sociales del tiempo. Nadie escapa a la libertad evangélica con que denuncia a príncipes, señores feudales, prelados de la Iglesia, dueños burgueses, usureros sin entrañas, magistrados, leguleyos ... Todos son citados ante el tribunal del Dios justo y recto, el cual «no hace discriminación de personas», como repite muchas veces. Ante una sociedad estructurada según la desigualdad de la pirámide feudal -prínci– pes, nobles, plebeyos, siervos de la gleba- él proclama la igualdad entre los hombres: «Todos los fieles son reyes, por ser miembros del Rey supremo... Cualquier hombre es príncipe, teniendo por palacio la propia conciencia.» Alza la voz contra los nobles que «despojan a los pobres de sus bienes insignificantes y necesarios, a título de que son sus vasallos». Y contra los prelados y grandes del mundo, los cuales, «después de haber hecho esperar a los necesitados a la puerta de sus palacios, implorando una limosna, una vez que ellos se han saciado opíparamente, les hacen distribuir algunos residuos de su mesa y el agua de fregar». Se muestra particularmente duro con los ricos avaros y con los usureros, «pajarracos rapaces», «las siete plagas de Egipto», «reptiles al acecho», «árbo– les infructuosos, que chupan la tierra», «posesión del demonio», «sordos que tienen los oídos taponados por el dinero», «gentuza maldita que infesta la tierra», «raza de hombres cuyos dientes son armas; roban y despojan a los pobres indefensos que no pueden resistirles con la violencia».
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