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78 LÁZARO IRIARTE desapercibido. Al término del capítulo se fueron formando los grupos que, con el provincial respectivo a la cabeza, debían volver a sus respectivas «provin– cias». Nadie se preocupó del oscuro extranjero; ni él trató de atraer la atención sobre su persona. Viéndolo solo, el ministro provincial de la Romagna, por compasión, lo incorporó a su grupo. Fue acogido en el eremitorio de Monte Paolo. Nadie vislumbraba, a través de su manera sencilla y humilde de convivir, la talla intelectual del portugués; hasta que un día, con ocasión de un encuentro entre franciscanos y dominicos, en Forlí, hubo de improvisar un discurso espiritual por mandato del superior, ya que era el único sacerdote del grupo. Allí se reveló su profunda ciencia teológica. Todo cambió desde entonces en derredor suyo. Recibió del provincial la autorización de predicar, y lo hizo con sorprendente resultado. Además del tesoro de la ciencia, la gente descubrió la santidad del fogoso predicador. Eso ocurría en 1224. El caso del hermano portugués llegó a oídos de san Francisco, el cual vio en él un dechado del hombre docto que acierta a liberar su ciencia renunciando a ella, en el sentido evangélico. El santo fundador, en efecto, acogía con gozo a los candidatos doctos; sentía veneración por los teólogos y por todos los que administran la divina Palabra, «ya que administran espíritu y vida» (Testamento 13). Pero, al igual que el rico de bienes materiales debía renunciarlos para seguir a Cristo pobre, también el docto debía desapropiarse de su riqueza cultural no para anularla, sino al contrario, para liberarla. El teólogo que esto hiciera -decía- saldría luego a anunciar el Evangelio «como un león libre de las cadenas, dispuesto a todo» (2 Cel 194). Recelaba, no obstante, que al religioso docto le resultara difícil ese desapropio tratándose la ciencia sagrada; no faltaban teólogos que caían en una fea apropiación de «la divina letra», haciendo un capital del estudio de la misma. Para ellos dictó su hermosa Admonición 7. Ese temor mantenía al fundador en cierta reserva sobre la introducción de los estudios organizados en la fraternidad. La autosuficiencia de los hombres de cultura podía poner en peligro la sencillez minorítica y la igualdad fraterna. Ahora vio que el Señor le deparaba al hombre que llenaba cabalmente esas condiciones. Y le escribió en estos términos: «Al hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco: salud. Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos; pero a condición de que, como dispone la regla, no apagues, en el estudio de la misma, el espíritu de devo– ción.»

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