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Así lo entendió Alejandro VI, quien desde 1498 abandonó a los monarcas hispánicos, orientando su política hacia la corte de Luis XII de Francia, en la que vislumbró mayor seguridad y medro familiar, sobre todo para su hijo César. Fue así como Francia y España jugaron la carta de la hegemonía europea para varios siglos en suelo italiano, conectado con la línea Milán– Navarra, debido a complicaciones posteriores. No es posible descender a detalles en tomo a la bajada de Carlos VIII a Milán, Roma y Nápoles, ni en tomo a su regreso a Francia. Imposible detenemos en la ofensiva hispánica, con el envío de G. Femández de Córdoba, que inició en 1496 la recuperación del reino de Nápoles, comen– zando por la Calabria. Se trató de una operación enmarañada a nivel de diplomacia y de guerra abierta, donde los Reyes y el Papa anduvieron pri– mero de acuerdo, y luego en abierta discordia; así se rompió en astillas la paz de los príncipes cristianos para la defensa de la cristiandad contra el peligro turco. Parece seguro que en el gobierno temporal de sus estados no se puede achacar al Papa Borja grandes fallos; demostró, por el contrario, visión política y coraje para gobernarlos, bien por medio de legados, bien él mismo en persona. Capítulo aparte merecería su acción personal sobre la ciudad santa, en capítulos importantes tocantes a la administración, la cultura con la fundación de la universidad de la Sapienza, el arte plasmado en las estan– cias vaticanas y el templete de Bramante en San Pedro Montorio. Así pudo mostrar a los peregrinos europeos una ciudad esplendorosa en el año santo de 1500, al pasar la hoja de la centuria, la del renacido Quatrocento. -43-

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