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de una privacidad, de índole individual, semejante a la que hoy se consi– dera un derecho indiscutible. Los monjes fueron el primer grupo social donde cada persona, con independencia del estatus económico de origen, dispuso de un espacio particular. ¿De dónde venía este proceder tan singular? Se trataba de armonizar la exigencia irrenunciable de la soledad con la realidad obli– gada del hábitat compartido, típico del cenobio. La celda se proponía como espacio de aprendizaje. En un principio, además, se consideraba que el ideal monástico por excelencia era el anacorético, por ello, cada monje veía su celda como lugar de entrenamiento a la perfección de la soledad. El hecho de disponer de un aposento privado subrayará también, entre los monjes, primero y entre el resto de los consagrados después, la importancia de la conciencia individual, del proceso espiritual de creci– miento y de la lucha con Dios, entendidos como una tarea personal y personalizadora 39 • Para muchos religiosos de hoy día la celda o aposento conventual o monástico, si hay persuasión de ello, es un privilegio. La celda invita a la soledad y al silencio como medios esenciales para la oración con la que se busca el encuentro sincero con Dios. La celda es lugar de reposo después de los trabajos que se hacen fuera. También es una estancia querida, por su tranquilidad, para los an– cianos y enfermos. En la celda, uno puede llevar un programa de vida de estudio, refle– xión y oración. Pese a los medios de comunicación actuales que se infil– tran hasta en los más recónditos monasterios, siempre están los tesoros de la lectura de la Biblia o el rezo pausado de la lectura espiritual de otros libros que nos afianza en la vocación. En un mundo como el nuestro donde se dan la superficialidad, el secu– larismo, la indiferencia religiosa, la celda es para quien lo descubre, un don de Dios. Ahí el consagrado puede vivir sus delicias espirituales más profun– das, sinceras y auténticas. Ya pasó el tiempo en el que el ir a la celda o aposento conventual era obligatorio. Se debía ir allí pronto. Algún religioso anciano me relató que las horas, especialmente en los inviernos, con escasa luz, se hacían 39. Ambrose Southey, La vida monástica: transformación en Cristo; Cartas y Conferencias. Colección Biblioteca Cisterciense, nº 26, ed. Monte Carmelo (Burgos 2008) 267-273. IIOllil ET UETERII. 87 52

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