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82 ENRIQUE RIVERA Fidelidad a su Dama Pobreza la mantuvo Francisco en toda su vida. Y más en su muerte al pedir reposar sobre la desnuda tierra. A lo largo de sus días Francisco, más que cantarla como trovador -si bien en más de una ocasión lo haga- vivió en comunión de canto nupcial con ella. Y con ese su vivir superó el entusiasmo del trovador cortesano que cantaba a su dama preferida. Este entusiasmo era siempre de me– teoro que alumbra y ofusca a un tiempo. El canto de Francisco a su Dama Pobreza fue de perenne convivencia. Hasta hacer de este canto el supremo Testamento de su vivir. ¿Fue también Francisco juglar? Se repite mil veces. Y sin embargo, pide el tema ser precisado. Ya se advierte un contraste inicial entre la condición deljuglar y el puesto de Francisco dentro de la entusiasta mocedad de Asís. Dijimos que la nota propia de juglar, tal como lo muestra la historia literaria, es su conciencia de minusvalía y su decla– rada voluntad de poner sus modestos dones al servicio de los demás. Y esto, por los gratos camino,s de una alegría que se desata en risa. No es de todos saber alegrar la convivencia humana. Y es de experien– cia común que «los más importantes» son casi siempre «los menos ap– tos» para esta sencilla y tan humana faena. Se diría que estos impor– tantes como que se rebajan. No acaece así con el juglar. Consciente de la cortedad de sus dotes, las pone todas, con ilusionado candor, al servicio de la alegría común. Ante este sencillo análisis nos parece que Francisco se llega a sentir juglar en una vivencia tardía de su vida. Que no la vivió en su juven– tud lo fundamos en la actitud gallarda del joven Francisco, el cual, entre sus amigos y contertulios no sólo no padece complejo de minus– valía sino que se siente «rey de la juventud». Francisco, en esta etapa de su vida, ríe y se alegra; pasa los días en fiestas y algazaras. Pero nunca se advierte en él ese gesto modesto y simpático del juglar que va de una parte para otra para recitar la última copla, compuesta por otro y que él repite para alegría de quienes la escuchan. Impresiona, por el contrario, aquel pasaje del Espejo de Perfección en el que Francisco declara que él y los suyos son «juglares de Dios». Qué bien comulga este título con la humildad esencial de Francisco. Si éste se mantuvo ante los hombres siempre firme, y hasta tieso, ante su Dios se siente una nonada -«Quién sois Vos y quién soy yo»-. Por eso, ante El sólo aspira a ser juglar. Es decir, quiere en todo mo– mento cantar y enaltecer a su Señor: fuera con el canto que él mismo había compuesto, o fuera, como acaecía las más de las veces, repitien– do los cánticos bíblicos que tan fácilmente le venían a sus labios. Qué aleccionador se nos hace en este enmarque vivencia! de Francisco, lo que dice el aludido pasaje del Espejo de Perfección: «Quería que des– pués de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: ««Noso-

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