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II EL SANTO CAPITULO SEXTO EL SIERVO DE DIOS 1.-Estamos acostumbrados a considerar a los santos como unas figuras muy altas, hieráticas, en los nichos de piedra de nuestras catedrales o en las humildes hornacinas de nuestras iglesias rurales. Es necesario que dejemos a un lado esa falsa concepción de la santidad, cambiándola por la verdadera y única. No hay que considerar al santo como un hombre de naturaleza diversa de la nuestra, que ya nació con una estrella en la frente, y destinado para ocupar el puesto en un altar, con una aureola y con un lirio de oro en la mano. Por eso cuando se habla de la santidad se sale siempre del paso con la escapatoria ilusa de que para Santos sólo han nacido los santos. Es una idea que hay que desterrar. Los hombres que hoy ocupan las hor– nacinas y los altares no nacieron para los altares y las hor– nacinas. O mejor, todos hemos nacido para ellos. Los santos son únicamente los hombres que se han dado cuenta de esta verdad: que todos hemos nacido con la aptitud para la santidad, y no quisieron que en su vida S<' frustrase esta ordenación de Dios. El Santo no es más q1w el hombre. El hombre que sabe ser hombre en todas las l'fü•t•– tas de su vida, y que por lo mismo que sab<• quP tiPII<' algo más que este pedacito de barro del cuNpo <Jll<' ]¡, lia dado -87-
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