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dad dejó al pasar frente el féretro un tributo de lágrimas de sentida emoción, de férvidos elogios. Una hora ántes de la fijada para el entierro, la Plaza de la Ley y los alrededores del Capitolio bullían como nunca, plenos de gente. Sería tarea ardua describir con exactitud lo que allí pasaba. Tendidas las escuelas de niñas desde la Univer– sidad hasta las monjas, en doble ala blanca, como sus ensueños, cada una de ellas tenía en sus ma– nos una corona de aquel río de flores que se des– bordó desde los Cármenes avileños para formar un remanso perfumado sobre la tumba del humil– de sabio. Este bello espectáculo en medio de aquel ambiente de dolor inenarrable, servía de índice para dar con exactitud una idea del número de coronas enviadas en silencioso homenaje. Y no es frase de retórica, sino verdad tangible, que se agotaron las flores de los inagotables jardines de Caracas. En más de 500 se calcula fl número de coronas y en otro tanto las que no pudieron ser ofrecidas por absoluta imposibilidad material. Citar el nombre de cada uno de los oferentes, fuera de todo punto imposible. Bástenos decir que todos los gremios sociales estaban represen– tados de manera tan gentil desde el Ejecutivo, el General Juan Vicente Gómez ... , etc ... , hasta el humilde artesano y el peón que arranca a las can– teras su diar'io sustento. A las cuatro, en medio del orden más perfecto, cerca de diez mil personas esperaban la salida del féretro desde la Universidad hasta la Santa Igle– sia Metropolitana, que no tenía cabida para un alma más en sus amplias naves penumbrosas ... Antes de comenzar la fúnebre ceremonia del enterramiento, el Sr. Ministro de Instrucción Pú– blico, Doctor González Rincones, pronunció sen– tidas palabras. J ,uego hizo en síntesis elocuente un elog-io del Dodo1· Hernández el Presidente de la Aca,h•mia d<' Medicina, Doctor David Lobo.

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