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' ' -Benigno, soy yo; no temas ... Éra ella, Josefa Antonia Cisneros, amazona en su mula, que lo esperaba. El corazón le dió un vuelco, no sabía si de angustia o de alegría. -Benigno, estoy decidida a todo por tí. Me marcho contigo. Ten mucha confianza en Dios, y vámonos. Nada valía. El mismo no quería casi luchar contra la bella idea de que no le había de faltar cariño en el dolor d1\ aquella huída precipitada. Solamente una discusión ohi– gada, casi muerta. Benigno la cerró con unas palabras fal– samente resignadas. -Si lo quieres, sea así, y que Dios nos ayude. Vamos. Montaron. Se alejaron en la sombra las pisadas táci– tas de las dos bestias. Pedraza quedaba atrás, negra como un insomnio. Ellos se iban camino de la inquietud. . . y también de la Felicidad, esa bella utopía que nos aguarda siempre en las encrucijadas dolorosas de nuestra vida, por– que es hija del Dolor y de la Angustia. Días largos de torrentes donde los mulos tenían que nadar, y de quebradas donde las bestias apenas hincaban sus pezuñas; de caminos largos, de sol y de lluvia. . . había que bordear los pueblos porque nadie los viera. Por la noche, en las posadas pobres de los caminos, con el sueño liviano para no ser sorprendidos. Días de nervio y sufri– miento. Sólo el consuelo de una sonrisa y de una palabra de amor. Era el día de la última jornada. Larga y penosa, por los pedregales de Trujillo. Y espoleando las bestias, les llenaba de paz el alma el verde de las praderas, tan verdes en el Estado Trujillo, y el solemne silencio de los precipi– cios. ¡ Aquello era la paz! Por fin, la paz. Lejos del Es– tado Zamora, el alborotado. Y esa otra paz de saberse pronto suyos para siempre. . . llegaron a Isnotú pasado el atardecer. Por las puertas entornadas se adivinaba la can– dela del hogar, y la alegría pacífica de las buenas gentes. La paz a la orilla del sendero· lo mismo que en una novela. -19-

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