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-Juancho Gómez, que se está muriendo .... -Ah, eso ya es otra cosa .... No fué necesario más. Había que salvar una vida. Lo, mismo que si se estuviera muriendo el pobre más meneste– roso de la ciudad, el Dr. HERNANDEZ tomó su hongo de la percha, y al salir pidió con humildad excusas a las per– sonas que estaban esperando, pues iba a ver un momento a un enfermo gr::.ve. Todos lo sabían. A la fuerza, por la urgencia, lo introdujo el General en su automóvil y a los pocos minutos ante la maravilla de todos, estaba de vuelta a su consulta de pobres. Había visto al General, lo reconoció y le recetó algo tan sencillo que todos quedaron maravillados. Pero efec– tivamente el General J uancho Gómez salía de su gravedad y a los pocos días estaba bueno y salvo. Todos dijeron que había sido una resurrección. Y él contestaba al General Gómez: -"Sólo Dios resucita, mi General .... " El General Presidente Gómez no sabía cómo agradecer al Dr. HERNANDEZ aquella curación. Hubiera sido el momento oportuno para aprovecharse de aquella debilidad de Gómez cuando se sentía eufórico o agradecido. Sin em– bargo JOSE GREGORIO la dejó pasar como si no se diese cuenta de ella. El no quería el dinero ni los honores. El General Gómez llamó a Pimentel y le mandó a casa del Doc– tor a pagarle' los honorarios extraordinarios por la enfer-• medad de Juancho, los que él pidiera, que todo se lo me– recía. -Mis visitas las cobro solamente a cinco bolívares, mi General. -¿Cómo? -Sí. Tres visitas, quince bolívares ... Pimentel no se podía explicar la conducta de aquel hombre que sabía que estaba en sus manos el dinero que quisiera. Y quiso darle más. -Nada más, quince bolívares, mi General.

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