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del doctor HERNANDEZ vamos viendo cómo en todo se acomodaba, como norma primaria, a los preceptos y man– damientos. Y no sólo a los mandamientos, sino también a esos otros que en un sentido lato podríamos llamar "ca– prichos divinos", no preceptuados, exhortados solámente, que son los consejos evangélicos. De esta manera le demos– traba al Amado divino, al Amigo fiel, al Hermano cariñoso,. cuánto era su amor. 15.-Tan acostumbrado estaba al cumplimiento de los preceptos divinos, los cuales había hecho norma de su vida, que fué grande la admiración del Maestro de Novicios de la Cartuja, que escribía: ''Mr. H ernández era el hombre de la Regla y del deber". No se puede hacer mayor elogio de un hombre. Odiaba el pecado como el mayor mal que puede sobre– venir a un hombre sobre la tierra. Y para estar más lejos de él huía hasta ele su sombra. Nadie oyera nunca salir una palabra menos honesta, ni siquiera frívola, de sus la– bios; huyó siempre de las murmuraciones y críticas y ele toda conversación menos digna, pues sabía que la boca es el camino real de los sentimientos hacia el corazón. Su porte exterior, austero y grave, sereno, era un reflejo de la serenidad de su alma, nunca turbada por los sentimien– tos de la ira o de la soberbia. 16.-No tuvo malos hábitos ni vicios de ninguna clase. Ni siquiera tenía la costumbre de fumar, aunque lo hiciera a veces porque las circunstancias sociales lo aconsejasen, o por una broma inocente. No toleraba las bebidas alcohó– licas. Nunca le gustó conciliarse en esas reuniones socia– les en las que lo menos que se pierde es el tiempo; y él te– nía el tiempo del día tan medido, que no podía perder un momento, pues se lo debía a Dios y a sus enfermos pobres. Para castigar su cuerpo y someterlo a servidumbre, ayunaba con frecuencia, para que el "hermano Asno", en lenguaje franciscano, no se soliviantara contra el espíritu. Pasaba días enteros en silencio. A veces su hermana no lle– gaba a comprenderlo en aquellos días en que no hablaba -- l!í-1 -