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momentos antes había recetado a una ancianita paupérrima y que él mismo, en vista de la penuria de aquel hogar y de la ur– gencia del caso, había ido a adquirir en la vecina farmacia. Morir empuñando la espada era la ambición de los antiguos héroes. Aquellas medicinas en la mano de este héroe de la ca– ridad, armado de punta en blanco por la ciencia, tenía,, en esos supremos segundos el máximo valor simbólico de una espada gloriosa. • Cuando el ataúd que contenía el cadáver del santo y sabio varón salió de la Catedral, concluídas las exequias litúrgicas, la multitud congregada en la Plaza Bolívar exclamó: "El Doctor Hernández es nuestro!", y se apoderó de aquella urna para lle– varlo hasta el lejano cementerio. En esa solemne marcha hacia la ciudad del silencio y del reposo eterno, "sobre el mar de cabe– zas, el féretro flotaba como una bandera''. Aquel grito espo11- táneo, en el que se confundían las voces de la gratitud y las de la admiración, aquel grito más elocuente que el mejor elogio fúnebre, debe persistir en la vida de la Patria. A que Venezuela continúe repitiéndolo; con indiscutible orgullo de madre afortu– nada, va encaminado este,libro. Así, "sobre el mar de cabezas", la gran figura de este excelso adalid de la ciencia y de la virtud,. seguirá• "flotando como una bandera". f J. HUMBERTO QUINTERO. Arzobispo Coadjutor de Mérida. Mérida, Junio de 1953. -13-

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