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seguía para un lugar desconocido, en calidad de misionero. Pero noticias posteriores los hicieron desistir de sus propósitos, sabiendo con certeza que subiría próximamente a esta capital. Si el silencio guardado por el Dr. Hernández sobre la hora de su llegada, impidió a los estu– diantes acudir a la estación a tributarle un home– naje de cariño, no fué suficiente para que se ig– norara aquélla, pocos momentos después de ha– berse efectuado. Inmediatamente un grupo de sus discípulos nos dirigimos al Seminario Metropolitano, donde se alojaba nuestro antiguo y querido profesor. Habiendo anunciado el objeto de nuestra vi– sita, se nos hizo pasar cortesmente al salón de recibo. No tuvimos que esperar mucho tiempo: a los pocos minutos, acompañado del Pbro. Dr. Nava– rro, el Dr. Hernández se presentó al salón. Un silencio religioso acogió la llegada del Maestro. Vestía de negro. Muchos hilos de pla– ta lucen sus cabellos, y en su rostro completamen– te afeitado nos pareció ver huellas de pasados su– frimientos. Después de las manifestaciones cariñosas, se sentó junto a nosotros y comenzó la visita. ¿ ...... ? -De salud, he mejorado mucho. Aunque pa– rezca más grueso, mi peso es el mismo. Induda– blemente el clima es el que ha cambiado mi color. ¿ ...... ? -Claro está, al irme como lo hice, sufrí mu– cho; y al decirle a ustedes "hasta mañana", no lo revelaba, pero llevaba el corazón despedazado. ¿ ...... ? -Sí, conocía perfectamente el Reglamento de la Orden de los Cartujos, pues tenía diez años que -133-
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