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Desde la antepenúltima década del siglo pasado, por la· influencia del tudesco Adolfo Ernst y del venezolano Rafael Villa– vicencio, en la Universidad Central se habían impuesto las teorías materialistas. Confesarse librepensador, evolucionista ateo, posi– tivista fervoroso, era por entonces la moda reinante entre la juventud que acudía a las aulas de aquel Instituto. Hay palabras que ejercen sobre la mayoría de los hombres un particular poder de fascinación: ·tal es el adjetivo "moderno". Y todas aquellas ideas se presentaban por esos días cubiertas con la capa de esa fascinante palabra. Discutir siquiera tales teorías equivalía a exhibirse como un retrasado, digno solamente de despectiva compasión. Que un individuo se preciara de intelectual y a la vez hiciera paladina profesión de fe cristiana, se estimaba un contrasentido. He ahí la atmósfera universitaria caraqueña cuando José Gregorio Hernández instaló el 6 de noviembre de 1 891 su cátedra de Fisiología Experimental y Bacteriología. Para ese momento, sus alumnos sabían que él, recién retornado de Europa, había perfeccionado sus estudios bajo la dirección de los más notables profesores parisienses: había, pues, bebido !a ciencia moderna en su propia fuente. Bien pronto los discípulos se dieron clara cuenta de los profundos y vastísimos conocimientos del nuevo catedrático. Y es de suponer la impresión que en tod0s ellos tenía que causar no oírlo jamás hacer la apología del libre– pensamiento, del darwinismo o del positivismo y verlo más bien confesar prácticamente la fe católica, pues frecuentaba los tem– plos y allí, postrado de hinojos, oraba con recogimiento edifi– cante. Si no consiguió el doctor Hernández cambiar el criterio predominante en el ambiente universitario, probó al menos a todos esos jóvenes que se puede a la vez ser hombre de ciencia y hombre de fe, hombre moderno y hombre creyente, e infundió en esas primaverales inteligencias una duda saludable sobre aquellas teorías materialistas que otros profesores pretendían hacer pasar como la última, definitiva e inapelable palabra de la sabiduría. Esto solo, en aquel medio, fué una espléndida victoria. Temerario resulta pretender internarnos en los arcanos de– signios de Dios. Sin osar descorrer el velo sagrado que los cubre, creo sin embargo vislumbrar algo del plan divino en la mara– villosa vida de este sabio. Le infunde el Señor ese anhelo de -11-

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