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entró en su habitación el hermano María José. La víspera:, bajando de Chiatre, al terminar el re– creo, había recogido un puñado de castañas. Nos– otros le explicamos, lo mejor que pudimos, cómo las debía cocer. Al día siguiente, durante el tra– bajo manual, quiso poner en práctica nuestras instrucciones. Pero su paila estaba en el grabero, estropeada, y él, sin preocuparse de lo que podía suceder, la colocó en medio de la pieza y la en– cendió. Pronto se vió envuelto en una densa nube de humo. Al abrir la ventana para darle salida, atrajo la atención de los trabajadores. El pobre sufrió una buena humillación, sin contar la repri– menda del P. Maestro, que aceptó humildemente". 15. - Del mismo Hermano es la anécdota que él en su ancianidad se complacía en recordar: "Volvían los monjes del recreo, y a su llegada, César, el mastín que cuidaba el P. Rector, se acercó zalamero al grupo, caracoleando, y a las caricias de uno de los Hermanos, respondía el bueno de César lamiéndole la mano. Todos se pararon para comentar la fidelidad de César y el cariño de los perros. Entre los comentarios, Don Gonzalve dedicó uno de sus elogios al poder curativo de la lengua de los perros. Se olvidaba que entre ellos había un Doctor en medicina, que podía rebatir o corroborar científicamente tal aserc10n. Don Longin, olvidado también, sin duda, de la presencia de Don Marcelo, comentó irónicamente contra los galenos: -Sí; como dice el refrán: "La lengua de los perros vale más que la mano de los médicos! ... " Todos rieron la ocu– rrencia y hubo quien dirigió una mirada furtiva hacia Don Marcelo que reía como nadie ,el chiste, y aceptaba humildemente el sangriento comen– tario. La última mirada fué la de Don Longin, que pedía una excusa innecesaria". - 118 ·
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