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66 DR. J. :\l. l\ [;ÑJ<;Z PO:-STE consorcio constituye al sabio genuino, acabalado, que ni mu– tila los recursos del conocimiento ni exagera el alcance de las facultades. "La ciencia no mata a la fe, y la fe mucho menos podría matar a la ciencia", dijo el gran químico Du– mas en su Elogio de Faraday. HERNANDEZ era de los que ven a Dios en sus obras; y sin echar a un lado los requisitos de la observación y la ex– periencia, condiciones necesarias a las teorías verdaderas, de él se puede afirmar "que su ciencia -la frase es de Na– ville- se informó al influjo de su fe". Por eso él está al lado de todos los grandes sabios cantando la gloria infinita de Dios, en presencia de los descubrimientos naturales y de las maravillas del organismo, y muy bien pudo repetir con Volta en cualquiera circunstancia, la confesión de San Pa– blo: Non erubesco Evangelium ( I). Su irreductible catolicismo no le estorba, le lleva a sos– tener la justa independencia, el dominio escrutador del in– telecto en la averiguación y el examen; seguro del absurdo de la decantada antinomia entre los dogmas y la ciencia, reconoce por igual la autoridad indestructible de aquéllos y las pruebas y derechos de ésta; y con libertad de espí– ritu en aquilino vuelo se espacia por su campo, convencido de que su fe no ha de entorpecerlo ni aminorar jamás la in– tegridad específica de su pensamiento científico, ni vice– versa. Tal y tamaño talento, iluminado así por la gracia, nos inspira y sostiene en el valor, en la confianza de sus ideas, y nos parece como si subiésemos en su compañía a la cima de un monte, de donde contemplásemos el más amplio y va– riado panorama. (]) Rom. I, 16.
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