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DI(. JOSE GREGORIO llERNANDEZ 61 fin vienen siendo asoc10s y conciertos de voluntades; com,:) no condena el lujo y las modas, sino de acuerdo a la razón y al sentido común, las demasías pecaminosas del uno y las indecencias e inmoralidades de las otras. Con tal que no se perjudique la vida interior, que se tenga a Dios presente, que los espectáculos de fuera no eclipsen el sol del alma, no existe peligro en las alegrías del mundo. Se vive en el mun– do, se le utiliza, al decir de San Pablo, como si no se viviese en él, como si no se le utilizase (8), sin sacrificarle lo que vale más, y sin que él impida la ascensión hasta el Bien Su– premo de la unidad con Dios. Y tal vez la presencia de un sér de cierta jerarquía sea motivo de inducción al bien, causa de edificación, en esas concurrencias al parecer inútiles o in– diferentes, pero que no dejan de tener alguna importancia moral. Es lo cierto que HERNANDEZ aparecía algo aficionado al baile y a otras recreaciones y pasatiempos, y en veces acudía junto con varios compañeros a hogares de su intimi dad para procurar la huelga al ánimo cansado del trabajo. Amigo de la amena música, gustaba de asistir particular· mente la noche del domingo, a la retreta de la Plaza Bolívar. Empero, aquella alma fuerte y tan equilibrada, no se ape– qaba a tales atractivos por mucho que fuesen legítimos e inocentes. Por virtud de penitencia y de renunciación sabb apartarlos, sabía negárselos, pues, ávido sólo de Dios, no se dejaba avasallar por seducciones ni pábulos ni intereses te– rrenos. En presencia de los pequeños placeres que, cierta– mente, le conquistaban favores sociales, para afirmar su hombría, estaba dispuesto a sacudir hasta el yugo de esos ligems alicientes, haciendo dejación de tan razonables re– ,¡ocijos. Nueva prueba de su grande espíritu, del espíritu m- (8) I Ad Corinth. VII, 31.
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