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DR. JOSE GREGORIO HERNANDEZ Poco a poco fuímos perdiendo la audición del himno, conforme nos alejábamos del desierto y entrábamos en la llanura. De repente llegamos a un espacio lleno de primo– rosas flores. En medio de él se levantaba una escala de sin– gular belleza de la cual se irradiaba una brillante luz en to– dos los ámbitos de aquel dilatado espacio. Estaba formada por siete gradas talladas en una piedra riquísima y preciosa como el diamante. Sus pasamanos eran como de esmeralda cubiertos de facetas; y toda ella parecía suspendida en el aire y rodeada de gran esplendor. En la tercera grada de aquella inimitable escala, estaba de pies una bellísima mujer ligeramente reclinada en la ver– de esmeralda. Llevaba una ondulada túnica escarlata y so– bre los hombros descansaba un manto de imperial armiño. En la mano derecha tenía un cetro. Luégo que nos hubo vis– to, hizo un ademán con la mano izquierda enseñándonos ha– cia el oriente. En aquella dirección apareció un campo irregular y que– brado en el que se veían algunas palmeras torcidas y casi secas, agitadas por el viento; hacia la izquierda y en la di– rección de las palmeras se notaba la bella ensenada de un lago de plomizas aguas; a orillas del lago unas colinas cu– biertas de yerba y de no muy grande elevación, y por fin, más allá y por encima de las colinas, el cielo azul con nubes acumuladas, mensajeras de próxima borrasca. Una gran mul– titud de hombres, mujeres y niños se encontraba en aquel sitio y le daba el aspecto de un campamento. Toda aquella muchedumbre parecía presa de un entusiasmo indescriptible, como si hubieran sido testigos de un acontecimiento nunca visto en el mundo; como que lo comentaban y discutían con vehemencia, y a veces llegaba a mis oídos el ruido de una inmensa aclamación, semejante al rugido del mar durante una. tempestad. Unos cuantos de los actores de aquella escena.

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