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DR. JOSE GREGORIO HERNANDEZ 281 ese registro todo lo que quiso, sacudiendo la cabeza con un aire no sé si de conmiseración o de hastío, concluyó por de– cirme: -"Nada has podido producir. Tu inteligencia está co– mo un papel en blanco; pero tengo lástima de ti y quiero tra– bajar por tu cuenta". Extendió luégo que acabó de hablar su brazo escultural y con la mano abierta señaló el fondo casi oscuro de la es– tancia. Yo seguí con la vista aquel ademán lleno de imperio, y miré a lo lejos. Primero, ví una espléndida llanura en la cima de un monte como si fuera una meseta, iluminada por suave y deliciosa luz. Parecía que nos acercábamos a ella con rapidez. En seguida, se fueron delineando claramen– te los contornos de un palacio suntuoso de construcción an– tigua, con las paredes de mármol tan fino que casi tenía la transparencia del vidrio y con el techo de un metal seme– jante al oro. Me parecía que sin movernos nos acercábamos a la es– pléndida mansión nunca vista por mí y ni siquiera imagina– da. Tuve la sensación de que habíamos penetrado en el in– terior de una sala de deslumbradora riqueza, en la cual se hallaban numerosos personajes rodeados de incomparable gloria. Tenían aquel aire lleno de majestad de los que están habituados a dominar las inteligencias de los demás hom– bres, y en realidad parecían reyes que estaban sentados so– bre sus tronos. En el mismo instante en que pasábamos jun– to a ellos, se levantó de su asiento el más glorioso de todos y que con seguridad era el que presidía aquel senado res– plandeciente, y con voz no terrenal comenzó a recitar los su– blimes versos: "Canta ¡oh diosa! la cólera de Aquiles, hijo de Peleo".
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