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Anel Hernández Sotelo / Sobre el diablo de Fray Félix de Alamín... 67 En cuanto a la soberbia, Alamín ve en ella la encarnación demoníaca de los cuerpos pues explica que la soberbia “al hombre haze semejante al demonio, hijo y primogénito suyo, pues le imita en su pecado [...] él es su padre, su maestro, y Rey [...] Y San Juan Clímaco dixo: Que el sobervio no necessita de demonio porque él es para sí el demonio, y enemigo”, el soberbio “es un verdadero apostata, pues en el bautismo se alistó de- baxo de la vandera de Jesu Christo S. N., y prometió renunciar a todas las pompas, y obras de Satanás, que son la sobervia y, y los demas vicios, y despues los admite.” Como ejemplo determinante a estas características del soberbio, dice el fraile, “sembró el demonio en el coraçon de Adan la sobervia, cayó en ella, y de aquí proceden tantos generos de pecados como cometen los hombres”. De este modo, Eva era una incauta y, por su género, un disfraz perfecto para que Satanás sembrara la lujuria, mien- tras que Adán era un soberbio que “no necesita de demonio porque él es para sí el demonio, y enemigo”. 40 Otro pecado capital, la avaricia, es relacionado por Alamín con la po- sesión de los libros. Sabemos que la sociedad española, y en general la europea de la que hemos venido hablando, tenía para fines del siglo xvii una importante cultura libresca. España desarrolla durante los siglos xvi y xvii una “industria editorial” cuyo centro productor se encuentra en Madrid a pesar de las crisis económicas. 41 Así, el demonio se entromete en el uso virtuoso de los libros santos mediante un vicio: la avaricia, definida por el fraile como “un demasiado afecto a lo temporal” en donde se consigue y se conserva el objeto material “con un desordenado amor” que ciega al indivi- duo y lo lleva incluso a obrar en contra de Dios o del prójimo. 42 Es por ello que, apunta Alamín, “desear o apetecer muchos libros, con pretexto de saber uno sus obligaciones” 43 es una falacia con la que el demo- nio procura la perdición de los religiosos capuchinos desde sus anteceden- tes medievales. Vale la pena leer lo que refiere Alamín sobre el asunto: Mi S. P. Francisco, Coronica [sic], I. part. lib. 2 cap. 24, confessó que avia sido tentado de tener libros; hizo oracion y conoció, que no le convenian, y a un Novicio que le pedia licencia para tener un Psalterio, 40 Ibid. , p. 403. 41 Colin Clair, Historia de la imprenta en Europa, Madrid, Ollero & Ramos, 1998; Jaime Moll Roqueta, “El impresor y el librero en el Siglo de Oro”, en Mundo del libro antiguo , dirigido por Francisco Asín Ramírez de Esparza, Madrid, Editorial Complutense, 1996; José Simón Díaz, “El libro en Madrid durante el Siglo de Oro”, en Idem. 42 Alamín, Falacias del demonio, 1714, p. 311. 43 Ibid. , p. 330.

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