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130 se apunta que “comenzada ahora a instituirse [la religión de los capuchinos] en el reino de Francia”, particularmente en París, se desea que “se acabe de insti- tuir con última perfección” derogando las prohibiciones impuestas por Pablo III que mandaban a los capuchinos que “no se atreviesen a pasar a las partes ultramontanas, ni aceptar conventos allí, ni lugares para edificarlos” y así “les damos, licencia para pasar libremente a Francia y a las demás partes del mun- do, y fundar allí casas, conventos, custodias y provincias, conforme a los esta- tutos de su Orden […] 1574, a seis de mayo […]” (Añorbe, 1951: 4-5). Así, los capuchinos podían pasar libremente a cualquier parte del mundo y fundar allí casas y provincias, siendo Francia el lugar de mayor recepción en la época -en el mismo año de la promulgación del breve se establecieron tres conventos en París- (Añorbe, 1951: 4-5) pues para 1618 se estima que los capu- chinos franceses formaban una cuarta parte de la comunidad en general (Iriar- te, 1979: 247), constituidos en ocho provincias y luchando contra el calvinismo en ebullición que vivía la zona. Llegaron a Suiza -1581-, Bélgica -1585-, Inglaterra -1599- e Irlanda -1616- (Iriarte, 1979 y Begoña, 1947). En España, gracias a la independencia jurisdic- cional de que gozó el territorio catalán frente a la Corona de Castilla y también, muy probablemente, a las noticias que llegaban desde territorio franco sobre la vida que profesaban los nuevos frailes, se logró la primera fundación capuchi- na en 1578, en la capilla de Santa Eulalia de Sarriá (Barcelona). Se expandieron después, no sin problemas y controversias, en el resto del territorio ibérico. A partir de 1610, con el apoyo de Felipe III “el piadoso”, pudieron fundar en Cas- tilla. Sin embargo, la lucha de la observancia y la descalcez franciscana contra la nueva reforma continuó hasta bien entrado el siglo xviii. Es un tema intere- santísimo a desarrollar en otro lugar. En 1619, mediante el breve Alias felices recordationis, se suprimía la dependen- cia nominal de la orden respecto a los conventuales, lo que supuso que en adelan- te el vicario general fuera denominado ministro general y considerado legítimo sucesor de san Francisco, al igual que los ministros de las otras ramas. Se abría con esta bula un horizonte prometedor para la comunidad capuchina, horizonte que sería ensombrecido en España por el miedo al exceso de piedad y al conta- gio luterano… pero esa es una historia que en este espacio no podremos analizar. Provocación final Son escasos los historiadores contemporáneos preocupados por el tema capuchi- no. Pocos son también los estudiosos laicos, como el lector pudo ver a lo largo de nuestras citas. Tenemos algunas hipótesis sobre este ausentismo historiográfico . En primer lugar, creemos que se ha querido ver en el capuchino un tipo más de franciscanismo sin atender a la peculiaridad de que lograron una independencia política del resto de las ramas franciscanas en un momento histórico en el que la cohesión de la comunidad católica era más que urgente. De ahí que los ene- migos más encarnizados de la Orden fueran el resto de las ramas franciscanas. Por otra parte, la comunidad capuchina se ha visto continuamente confun- dida con otras ramas franciscanas, por lo que la visibilidad del capuchino per se ha sido un proceso difícilmente aceptado como tema de estudio histórico de- bido al desconocimiento de los orígenes de esta reforma. Es más, muchas per- sonas no sólo desconocen el origen de la reforma, sino que dudan de la actual existencia de la Orden.

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