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Si yó conociese la grandeza de Dios y mi propia vi– leza, no solamente vería fácil humillarme; sino que sería difícil, y casi imposible poderme ensoberbecer. No ce– saré, pues, de rogaros diciendo: Haced, Señor, que yo os conozca y me conozca a mí mismo. Quisiera casi gloriarme de haber sido pecador, si esto me sfrve para ser humilde; Gustosamente, dice san Pablo, me gloriaré en mis fl,aqaezas para que brille más en mí la vfrtad de Cristo (1). El recordar mis malas obras no puede desvanecerme; el acordarme de mis pecados sólo puede humillarme. La soberbia hace que el bien se convierta en mal; la humiidad hace que el mismo mal venga a parar en bien. Pensando en la multitud y gravedad de mis pecados debo según es razón reputarme peor que todos los de– monios del infierno; pues éstos pecaron una sola vez y sólo de pensamiento; y yo ¡cuántas veces he pecado con pensamientos, palabras y obras! Es, pues, deplo– rab~. mi soberbia, si apetezco sobreponerme a uno u otro, como si fuera mejor que ellos; mientras que mi propio lugar es estar no sólo bajo los pies de los hom– bres sino de los mismos demonios. Practicaré, pues, frecuentemente este acto de humildad llamándome por mi nombre y diciéndome: Fray N., eres un fraile lleno de soberbia. Así es, pues de hecho la soberbia me domina. Virgen María, dadme un poco de vuestra humildad. Mejor me conocen los otros, que yo. Aquellos a quie• nes tengo por émulos míos porque hablan mal de mí, (r) Libentcr gloriabor i1i infinnitatibus meis, ut inhabitet in me virfits Chri-sti. (2 Cor. 12, 9).
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