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me ha sufrido, y de cuyas gracias tanto he abusado. Todo aquello, que yo puedo y podría hacer, si vivie– se aún dilatadísimos años, no bastará jamás para dar satisfacción a la divina Majestad, que ha sido por mí ofendida. Mas no por esto desespero; antes sí me con– suelo, queriendo así reconocer la gracia del perdón, no por mis méritos, sino por los de Jesucristo, al cual debo estar eternamente obligado, Todos los días cometo algunos defectos, y no hay en mí obra alguna, ni aun la que es, o me parece más santa, que por las muchas imperfecdones de ella no sea merecedora del Purgatorio. Por esto debo continua• mente ejercitarme en actos de contrición, y hacer mu– cho aprecio de las indulgencias. Mi propia voluntad es la causa de todos mis pecados; y la primera raíz del mal de la voluntad es la soberbia. Sólo el soberbio peca y Dios lo deja caer en los peca– dos más viles, para su mayor confusión.- ¡Oh, mi Dios! Haced que yo saque a to menos humildad de mis pe– cados. Todo aquello que Dios quiere de mí, se resuelve en esto: que yo deteste y deponga mi voluntad por amor de la suya, y así lo quiero hacer: si no tengo ocasión de negar mi voluntad en cosas grandes, la negaré por lo menos en las pequeñas, ya que en cada momento no me faltará ocasión y coyuntura de practicarlo. Cuanto los beneficios de Dios me hacen parecer grandes mis pecados, otro tanto hacen mis pecados, que me parezcan grandes los beneficios del Señor. Vos habéis sido, ¡oh mi Dios!, infinitamente benéfico, y yo he sido infinitamente ingrato.
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