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59 ces creemos buscar a Dios, y nos buscamos solamente a nosotros mismos! ¡Cuántas veces pensamos seguir la virtud, y no seguimos otra cosa que su sombra! Todo es efecto del amor propio, el cual, o nos ciega, o nos deslumbra. Son indecibles los artificios por los cuales secreta· mente se va en busca de nuestro solo interés sin ad– vertirlo, quedando así de esta suerte con especiosos pretextos engañados y sin escrúpulo. Si examinamos, pues, a fondo nuestras más santas operaciones, halla– remos en ellas una infinidad de defectos, por el amor propio, que siempre trabaja a escondidas y con extre– mada finura. ¿De dónde procede aquella tibieza, por la que el religioso tal vez se contenta con una mediana virtud sin mucho cuidarse de adelantar en la perfección? Del amor propio. el cual huye el trabajo y rehusa hacer lo que se debe, con el pretexto de que no debe hacerse más de lo que se puede. ¿De dónde nace tanta solici– tud, en buscar y tomarse la comodidad posible, no apeteciendo sino recreaciones, pasatiempos, alivios y exenciones? Del amor propio que exagera la obligación que tenemos de conservar la salud; y con el pretexto de que conviene usar de discreción y moderación, nos hace ser desmedidamente indiscretos: y no nos deja advertir que este afán tan grande y cuidado excesivo que tenemos de la salud, es uno de los más grandes obs– táculos de la santidad. ¿De dónde proviene que tanto nos agraden ciertas modernas doctrinas, inventadas para favorecer la sensualidad y desobligar la concien– cia?. Del amor propio que tiene como probable toda
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