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encomendarme a Dios, a fin de que me dé. gracia para resistir et amor propio y el atractivo de la gloria del mundo. Temo que mientras voy predicando a los otros, no venga yo a ser reprobado, decía San Pablo (1), y mucho más puedo decirlo yo. Es muy justo ese temor, porque verdaderamente es grandísima vergiien • za mía, aplicarme tanto con fervores, con estudios, con sermones, para convertir n os otros; y que me aplique tan poco a convertirme a mí mismo. Todo el año estoy empleado con grande gusto en estudiar argumentos, figuras, arranques elocuentes para sacar del vicio las personas del siglo, y cuando se trata de predicarme a mí mismo en un retiro de diez días, para sacar mi alma de la tibieza, luego se apodera de mi la tristeza y el tedio. Yo me veo en aquel cuervo, que llevab.a cada día el pan al profeta Elfas. para que comiese, y él se quedaba hambriento, porque no cui, daba de su propia alimentación. Como soy también semejante a aquellos hombres, que en tiempo de Noé fabricaron el Arca; y viendo los animales de todas especies entrar en ella, en vez de imitarlos para sal• varse, quedáronse fuera, y perecieron así en las aguas del diluvio. c:Qué .le aprovecha .al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (2). ¿De qué me sirve si después de haberme fatigado por la conversión de todo (r) Ne fone cwn aliis praedicaverini, ipse nprobus effi-· ciar. (I Cor., 9-27.) . (2) Q1lid podest ho1m'.ni si. 11m1·1.dim1, 1ct1uvers;111i lucretwr, animae vero suae detri'.ment11m patiatt.w? (Matth., 16-26.)
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