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todo, en su lugar y tiempo. Ordenemos, pues, el tiempo para atender a nuestro oficio, y para atender también con justa medida a nosotros mismos; obremos con religiosidad, poniendo atención en lo que se hace, y para hacerlo como es debido no se dé lugar a una solicitud tan apresurada, que nos acalore y empuje a pasar precipitadamente de una a otra acción. Mucho más debe huirse la negligencia; y si es defecto lo que proviene de un corazón demasiado ardoroso, mu– cho más lo es aquello que nace de un corazón frío en demasía. Dícelo el Espíritu Santo: El que se apre– sura corre peligro de tropezar (1): pero a los negli– gentes les da su maldición: Maldito el que hace las obras de Dios con negligencia (2). Son obras de Dios todas aquellas, en las cuales nos emplea la Reli– gión, conforme a nuestro estado; porque en todas las cosas de la santa obediencia resplandece expresamente la voluntad de Dios. Así como en la corte de un rey todos los que le sirven en la cocina, en la mesa, en la cámara, hacen las obras del rey, cumpliendo la voluntad suya; así también en la Religión, sacerdotes, predica– dores, coristas y legos, súbditos y superiores, hacen la obra de Dios, haciendo la voluntad de Dios en el propio oficio, Y así como los ministros del rey deben guardarse de la negligencia, por no incurrir en su desgracia, así también y mucho más nosotros los Reli– giosos debemos guardarnos, a fin de no incurrir en la maldición de Dios. Nuestro Señor merece que le (r) Qui festinus cst pedibus, offende t. (Prov., 19-2.) (2) Maledictus qu.i facit opus Dei fraudulenter. (Jerem., 48-r.)

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