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ejercicio de éstas consiste la perfección, por esto principalmente sobre ellas habremos de ser juzgados. No debemos, con todo, ocuparnos tanto en hacer lo que Dios quiere de nosotros, cuanto singularmente en hacerlo bien, como desea el mismo Dios. Ahora, pues, la precipitación y la negligencia son los dos vicios que corrompen la bondad de las obras, que las echan a perder y roban todo su mérito. La precipitación, esto es, aquella solicitud, impe– tuosidad y prisa o de hacer muchas cosas de golpe, o despachar para meterse presto en otra, es un feo vicio, que turba la paz del alma, confunde sus pensamientos, precipita sus movimientos, agobia la razón y el juicio, sofoca la gracia e impide hacer bien lo que se hace. Las lluvias que suavemente caen en el campo, le riegan y fecundan; pero las vehementes, que vienen con ímpetu, talan y destruyen los campos y los prados: jamás resultó bien cosa alguna hecha con fogosidad y apresuramiento. Dios quiere que seamos diligentes y prudentes en todas las cosas que nos tiene encargadas; pero no quiere que obremos con tanto calor e ímpetu, porque en lo mismo que exteriormente cbramos ayudados de stt Providencia infinita, El desea que obremos interior• mente, movidos por su gracia, con santa intención y devotos afectos. Mas ¿cómo se puede obrar interior– mente, cuando a causa de la prisa que se tiene, se pone en el exterior toda la aplicación del alma? Entonces verdaderamente no obra Dios en nosotros con la gracia; porque, como está escrito en el Libro .de los Reyes: No está el Señor en los movimientos impetuo-

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