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dar a entender al prójimo que se dice una cosa tal como se siente en el mismo acto en que se expresa un senti– miento totalmente diverso del que se tiene en el ánimo. Cuanto, pues, debe aborrecerse el ser astuto y menti– roso, otro tanto se debe amar el ser verdadero y sin– cero, dando a conocer que la gracia y la verdad son el primer móvil de nuestro espíritu, de nuestro corazón y de nuestra lengua; y que nuestras palabras tienen una perfecta conformidad con nuestros pensamientos y con nuestras acciones. La sinceridad, aunque de ordinario no es bien vista de muchos, siempre, a pesar de esto, fué estimada de todo el mundo, como característica del hombre de bien; y si ésta es apreciable en cualquier persona, mucho más · en un Religioso: procuremos por tanto practicarla prin– cipalmente, y sobre todas las cosas, con el confesor y con los Superiores, y generalmente con cada uno, sea en el convento, o en el siglo. Evitemos aquellas indus• trias con las cuales se muestra hacer una cosa, y se hace otra; que va a un lugar e ir a otro; el hablar am– biguo, equívoco, oscuro, con doble sentido; alterar o disminuir las circunstancias de nuestros relatos; obrar ocultamente aun en asuntos de poca importancia, tos cuales nada importa que sean vistos o sabidos de todos; prometer a muchos lo que no se puede hacer más que con uno solo; alabar aquello que se sabe en conciencia que es vituperable; vituperar lo que puede ser digno de elogio, o excusable por algún motivo. Todos estos son defectos que se oponen a la sinceridad, y destruye¡;¡ la buena fe y la sociedad; de lo cual debemos guardar– nos, amando siempre la verdad, no por nuestros inte-

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