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237 acreciento la gloria, me lo explicaría; pero al fin de cada día más bien tengo una triste experiencia de lo contrario. Debo procurar no solamente la salud de mi alma, sino también la de mis prójimos y de aquellos mismos que me parece me persiguen y me aborrecen. ¡Oh, cuán grande será en el Paraíso mi gozo, si me viere allá en compañía de aquellas personas que me habían querido mal y hayan hablado malamente de mí! ¡Qué reconoci– dos me estarán cuando vean que se salvaron por medio de mis oraciones. No merece el nombre de celo, sino de amor propio, aquel que no va acompañado de la indiferencia y des– interés. El verdadero celo ha de ser ordenado: y debo yo comenzar a ejercitarle en mí mismo, · antes de extenderle a los demás, En cualquiera conversación que me hallare, singular– mente entre seglares, debo considerarme allí como llamado por Dios a tratar con ellos de la salud del alma. Estudiaré, por tanto, todos los medios de traer al caso aquellas cosas que puedan edificar a los que me escuchan, de modo que no se aparte de mí alguno sin que yo le haya dicho alguna cosa de Dios. Si Dios reina en rní, todo será en mí obediente a su voluntad: buscaré el agradarle en todó, y gozará mi corazón una paz alth,ima, Venid, pues, Señor, y reinad en toao mi ser. A este fin propongo, desde ahora, encaminar mi súplica siempre que diré aquellas pala– bras de la oración que Vos instituisteis: Venga el tu reino (1). (1) Adveniat regnitm tuum. (Matth., 6-ro.)

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