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I8I Religioso, que mientras has atendido de propósito a hacer bien la oración? A medida que poco a poco ha faltado en ti el espíritu de oración, ha faltado igual– mente el espíritu de religiosidad, y te ha faltado no· pocas veces la misma gracia de Dios. Y, ¿no aprende– rás de los muchos peligros, que tan a costa tuya has experimentado, a hacerte más fervoroso? Continuamente tenemos necesidad de la gracia de Dios, parn conocerle y amarle, para conocernos a nosotros mismos y humillarnos, para conocer el desor– den de nuestro corazón, y remediarle; para conocer la natural inclinación que tenemos al mal, y reprimirla; parn conocer la repugnancia que tenemos ·a la virtud, y superarla; para conocer, en suma, nuestras infidelida– des e ingratitudes, a fin de repararlas con la penitencia y verdadera enmienda. Pero, ¿cómo se puede conseguir esto sin oración? Las gracias necesarias para cumplir las obligaciones de nuestro estado no suelen conce– derse por Dios sino a quien las pide con perseverante súplica. Bendito sea Dios, decía David, que no apartó mi oración, ni su misericordia de mí(1). La misericordia de Dios, y nuestra oración, son dos cosas que van juntas. Si nosotros dejamos la oración, Dios retirará de nosotros su misericordia. ¿Cómo, pues, queremos vivir sin alimento? ¿cómo pelear sin armas? ¿cómo volar sin alas, y obrar nuestra salud•sin espíritu y sin fuerza? Todo esto no se adquiere sino es por la oración. En el Tribunal de Dios no valdrá la excusa: Yo habría dicho, habría hecho, si hubiese tenido la (1) Beneclichis Deits qui non amoyit orationem meam, et 1nisérico1'cliam suam a 1ne. (Psalm. 65-20.) ·

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