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r34 otro; de éste pasa a los demás, y así en confianza viene a ser muy presto público y notorio a todos el secreto, del que ninguno debía haberse enterado. Acostumbré-· monos a callar en las cosas de poca importancia, para saber hacerlo en las que importan; y persuadámonos de que jamás son tan oportunas las cosas que se nos ofrecen decir, cuanto lo es el silencio. En la escuela del bien callar se aprende el arte de bien hablar; y tanto el bien callar, como el bien hablar, están sujetos a ciertas reglas de prudencia. Esta es la primera que nos dan los santos, que en nuestros dis– cursos no se halle jamás cosa alguna que sea contra Dios; y es ciertamente contra Dios todo aquello que es contra la caridad del prójimo. Deben, por tanto, des– terrarse de nosotros las sátiras, la maledicencia, las burlas. Y aun no basta que nuestros razonamiento no sean malos: conviene, además de esto, que sean buenos, y un alma religiosa, según santo Tomás, no debería jamás hablar sino con Dios, o de Dios. Habla la lengua de aquello que abunda en el corazón; de donde, cuando se habla de vanidad, se da una señal evidente de que el corazón está repleto de cosas vanas. Esto no quiere decir que se haga el oficio de predi– cador en todas partes, y con todos: la discreción ha de regular nuestros discursos; debemos acomodarnos a la condición de quien escucha, y contribuir tal vez tam– bién a divertir a los otros; pero que nuestra conversa– ción no sea frecuente con quien no oye con gusto hablar de Dios. En el trato con los Superiores, sobresalga siempre en nosotros la reverencia y el respeto; y si con ellos
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