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46 CAPITULO I, PARTE I rerogativamente del mal, huyendo de la triple concupiscencia, venciendo con la pobreza la concupiscencia de los ojos, con la obediencia la soberbia de la vida y la concupiscencia de la carne con una castidad perfecta. Mediante estos tres votos vivimos crucificados al mundo. Luego obra el bien, amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a si mismo. Y por fin soporta paciente y amoro– samente todas las adversidades. Mediante estas tres cosas, el alma se conforma totalmente a Dios. Pero para que se dé perfección evangélica es preciso que en todo esto entre la nota de supererogación, es decir, que no sólo uno huya del mal, sino hasta del peligro dél mal-esto se lleva a cabo mediante los votos-; no sólo que ame a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, sino que toda la vida sea un holocausto continuo por amor de Dios; no sólo que sobrelleve con paciencia las adversidades, sino que las desee y las ame. • Vivir crucificados a sí mismos y al mundo y conforma1·se en todo a la voluntad de Dios es lo que constituye la perfección evangélica. Y tanto más perfecta será una religión, rnanto más estricto sea el voto de pobreza, más universal el de obediencia y más exquisito el de caridad; y cuanto sea más intenso el amor de Dios, más fuerte el amor del prójimo y mayor el sacrificio que impone. 81 3) ¿COMO ALCANZARA EL FRAILE MENOR LA PERFECCION EVANGELICA? Observando fielmente su Regla: en ella se contiene cuan– to dejamos dicho anteriormente. 82 Pues, como observa S. Buenaventura (18), el fraile menor, observando su Regla, ordena sus relaciones respecto de Dios, del mundo, de sí mismo y de sus hermanos. A) En orden a Dios: a) mediante la extirpación de los mcws. Los v1c1os pueden arrojar de nuestro corazón a Dios, a nuestros prójimos y hasta a nosotros mismos. El vicio principal; padre de todos los otros y que nos aleja de Dios, es la soberbia. Por eso S. Fran– cisco, en el capítulo X amonesta a sus frailes en el Señor Jesu– cristo, que se guarden de toda soberbia y vanagloria. Cuanto más despojados estemos de nosotros mismos, tanto más llenos estaremos de Dios, como acertadamente observa S. Agustín: 08) S. BUENAVENTURA, op. omnía, t. VIII, p. 438 sgts.
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