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«Vi un cíe/o nuevo y una tierra nueva, porque el primer cíe/o y la primera tierra habían desaparecido; y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cíe/o, del lado de Dios, ataviada como una esposa que se enga– lana para su esposo. Oí una voz grande, que del trono decía: He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelos, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Apoc 21, 1-4). Allí «no habrá ya maldad alguna, y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y llevarán su nombre sobre la frente. No habrá ya noche, ni tendrá necesidad de luz de antorcha ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por . los siglos de los siglos» (Apoc 22, 3-5). 3.-Mens~je de alegría La salvación de Dios mira a un final dichoso. De ese final surge la alegría que late en toda la revelación divina. La liturgia de Adviento invita sin cesar al Pueblo de Dios: «Levántate, ponte sobre la cumbre, y mira la alegría que va a traer tu Dios» (Antífona de Comunión, 2. 0 domingo de Adviento). Y San Pablo escribe a los Filipenses: «Alegraos siempre en el Señor. De nuevo os digo: alegraos. Vuestra modestia sea notoria a todos los hombres. El Señor está próximo. Por nada os inquietéis, sino que en todo tiempo, en la oración y en la plegaria, sean presentadas a Dios vuestras pet1c1ones, acompañadas de acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (4, 4-7) . 4.-Ven, Señor Jesús Con esta exclamación se cierra la Sagrada Escritura en el libro del Apocalipsis (22, 20). 1-69

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