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El ha llegado. Ya sabemos quien es. Es el que más necesita– mos todos. Tú y yo. No hagamos excepciones. Ser hombre es ser pecador, todos somos pecadores. Aunque seamos cristianos. Un escritor actual dijo: "Un pueblo de cristianos no es un p!,Je– blo de mojigatos. La Iglesia tiene los nervios sólidos y el pecado no le atemoriza, sino todo lo contrario. Lo contempla frente a frente, tranquilamente, e incluso, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor, lo toma sobre sí". Aunque parezca un disparate nos es casi lícito alegrarnos del pecado por aquello de "¡oh felix culpa!": oh feliz culpa que nos dio al Redentor del mundo... Nadie puede asustarse de su pecado, por mayúsculo que sea, pues es infinitamente más grande el Redentor. Y no hay nada más monótono que el pecado. Ni que canse más. Parece increíble que hombres de poderosa imaginación se repitan tanto cuando pecan. Nuestro poeta Campoamor decía: "Te pintaré en un cantar la rueda de la existencia: pecar, hacer penitencia y luego vuelta a empezar". Sin que aprobemos le reincidencia -¡Dios nos libre!- trata– mos de suscitar la confianza. Librar a cualquiera de ese complejo de culpabilidad que a veces asfixia a las almas. Nos han atemorizado con conceptos tan estratosféricos del pecado, con comparaciones tan infinitas de su malicia, que a ve– ces nos hemos olvidado de algo elemental, que "no hay enferme– dades sino enfermos", y lo que importa son los pecadores. Cuando tratamos de hurgar en su malicia nos damos cuenta que es tan frágil, tan frágil la costra de la malicia, que casi todo es fragilidad. Por algo "el CordEiro de Dios que quita el pecado del mundo", cuando nos estaba redimiendo en la cruz dijo: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". 73

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