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tiene un gran enemigo en la rutina. Se acostumbra a todo. ¿No es animal de costumbres? Cuando la rutina se apodera del hombre hace con el mismo aire aburrido lo divino y lo humano. Y, sin embargo, Pentecostés es el lanzamiento de la Iglesia hacia el mundo. El Evangelio de hoy nos recuerda el aliento de Cristo sobre los apóstoles mientras les decía: "Recibid el Espíritu Santo". Y el Espíritu Santo no ha cambiado. Hoy como ayer vuelve a los hombres. Cristo hace su transmisión de poderes sobre su Igle– sia contantemente. Apenas el recién bautizado entra en la Iglesia ya está el Espíritu Santo aleteando sobre él. Y no cesa ese divino aleteo durante toda la vida del cristiano. Pero nos acostumbramos a todo. Por eso tiene que venir acompañado de ciertos signos estremecedores: un fuego, un terre– moto, un huracán ... En estos momentos trágicos para el hombre, cuando el dolor nos pone el cuerpo y el alma en carne viva, cuan– do no tenemos otro amparo que lo de arriba, nos sentimos más fraternos, más sinceros, más dispuestos a reconocer la necesidad de lo sobrenatural. Séame lícito citar la obra de un ateo, de Albert Camus. En su novela "La peste", que él se imagina que se posó sobre la ciudad africana de Orán, hace ver cómo el dolor va uniendo a los hom– bres. Cómo aparecen pequeños héroes dispuestos a darlo todo: el tiempo, el dinero, la vida, por el bien de los demás. Y llega a la conclusión de que los hombres no son tan malos como nos ima– ginamos. Lo único que necesitamos es ese mazazo que nos rom– pa la costra de egoísmo y de individualismo que nos aísla de los demás. En fin, hoy es Pentecostés. El Espíritu Santo no está ausente de la Iglesia. Cristo alienta sobre la Iglesia hoy lo mismo que ayer. Lo que sucede es que nosotros no abrimos suficientemente el al– ma para recibir ese aliento. Nos hace falta, a lo peor, un huracán para sacudirnos nuestra modorra de cristianos rutinarios. 65
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