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felicidad. Esa agua que sacia para siempre. Esa agua que puede tener nombre de amor, de paz, de alegría, de... todas las cosas juntas. Porque resulta que aquella mujer, que debía ser maravillosa de cuerpo y de alma, había tenido cinco maridos y ahora vivía con un hombre que no era su marido. Se había cansado de la le– galidad, de cerrar los ojos a los maridos que se le habían ido mu– riendo. A pesar de los años, le quedaban prendas para enloque– cer a los hombres. Sin duda, las demás mujeres la llamaban con un nombre que, en labios femeninos, encierra mucha envidia. Por eso ella se iba tan lejos a buscar el agua del mediodía, fuera de la ciudad. Y de pronto se encuentra con un hombre que no es co– mo los demás, que es un profeta, que es el Mesías esperado. ¿Qué hace ella? Deja su cántaro en el suelo, corre a la ciu– dad y con una prudencia exquisita dice simplemente: "Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será éste el Mesías?". Admiramos en esta mujer la humildad. Reconoce, ante el hombre desconocido y ante todos, su propio pecado. No se tiene por buena. Sabe que vive como no debe vivir una mujer que se prec:e. Sabe que "el hombre que ahora vive conmigo no es mi ma– rido". Admiramos la confianza que tiene en la vida y en el hombre, a pesar de que la vida la ha zarandeado. Tiene esperanza de algo mucho mejor. Por eso cuando aquel judío le, ofrece otra agua que sacia para siempre le dice: "Señor, dame de esa agua". Admiramos la lógica, el talento de la mujer que sigue estu– pendamente el hilo del razonamiento en el diálogo con el hombre extraño y extraordinario, que por adivinarle la vida no puede ser nada más que profeta y le plantea enseguida una cuestión tras– cendente. Era una mujer con inquietud religiosa. Y admiramos el corazón, el arranque generoso, la diplomacia -todo junto- cuando echa a correr hacia la ciudad, busca a las gentes para hacerles partícipes del tesoro que ha encontrado y meramente lanza una interrogante. Quiere que lo descubran por sí mismos. Los hombres suelen ser orgullosos -ella mujer de seis hombres lo sabe bien- y no quieren que nadie les enseñe. ¡Ma– ravillosa mujer! Mucho nos tiene que enseñar a nosotros. 39

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