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el amor de Dios. Sin este amor de Dios no puede haber auténtica caridad. En el Nuevo Testamento tenemos multitud de textos donde nos dicen que lo que importa es amar al prójimo, y que quien ama a su prójimo cumple toda la ley. Pero cargamos a veces tanto el acento en ellos, que olvidamos los otros. Y damos una verdad a medias, que sigue •siendo la peor de las mentiras. San Pablo, en el capítulo trece de su primera carta a los co– rintios, se tomó la molestia de resumir en la caridad todas las vir– tudes, pero también proclamó bien que esa caridad es mucho más que una virtud, es el fundamento de la unión con Dios. Y sin esta unión que se verifica con la gracia, nada vale lo que hace el cris– tiano por muy heroico que parezca. San Agustín comentaba: "Ama al· prójimo como a sí mismo aquel que ama a Dios; porque si no ama a Dios, no se ama a sí mismo". Juzgo que se deben tener muy en cuenta estas ideas orienta– doras cuando se oyen frases despectivas para una vida de piedad que busca la comunicación íntima con Dios. Se cree algo desfa– sado, cuando es precisamente ir a las fuentes. Quien ame auténti– camente a Dios amará al prójimo. Al contrario, quien menosprecie el amor de Dios, por mucho que se entregue al prójimo será como un río que se va contaminando con el barro del cauce, desligando de la fuente y terminará agotándose. La experiencia de cada día nos dice que mucho de eso pasa. Cristo, pues, puso dos vertientes para un único amor. Nos– otros lo hemos dividido en amor vertical y amor horizontal. Dema– siado geométrico, me parece a mí. Trazamos fronteras a algo tan etéreo como el amor. Dejemos las palabras. Lo que importa es amarse. Puestos a discutir encontraríamos en la misma Biblia textos para todos los gustos. Pero lo cierto es que Cristo taló todo y dejó erecto estos dos árboles: amor a Dios y amor al prójimo, pero con una sola raíz alimentando a ambos: el amor divino. Y concluyó: "Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas". 129

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