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ré es mi propia carne, para vida del mundo". "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, que murieron. El que come este pan, vivirá eternamente". Nosotros, los hijos del Reino, de la Iglesia, sabemos que ese banquete es el banquete eucarístico. Estamos invitados todos. Los hombres de la segunda mitad del siglo XX, con más insistencia que nadie. Porque todas las reformas litúrgicas actuales en orden a faci– litar a los fieles la comunión, son como la tarjeta de invitación pa· sada insistentemente por la Iglesia para el banquete. Casi sólo se nos exige el traje de etiqueta, la gracia santifi– cante, que se puede adquirir en la misma Iglesia. De lo contrario, nos fulminaría la sentencia condenatoria. La que lanza San Pablo: "El que come del Cuerpo del Señor indignamente, come su propia condenación". El Gran Banquete está preparado para todos. Pero la mayoría encontramos las más absurdas disculpas calcadas en la misma parábola: tengo que salir al campo, tengo que ocuparme de mis negocios... O, simplemente, no quiero. Y la vida se nos pasa. Y sentimos de vez en cuando un ham– bre de Dios que nos quema las entrañas. Y Dios se ha hecho ali– mento para nosotros. Para saciarnos. Y pasamos y volvemos a pa– sar, pobres hombres, sin alargar el alma al tesoro que tenemos al alcance de los labios. Una vez más, ha sido el Congreso Eucarístico de Udine, al que asistió el Papa, una invitación a acercarnos a la Eucaristía con todas las consecuencias. A salir de nuestro egoísmo para lle– garnos a Cristo y vivir en plenitud su vida cristiana. En ese Con– greso dijo Pablo VI, entre otras muchas cosas, lo siguiente: "La fe eucarística no nos consiente vivir la vida cristiana en– cerrada en el cómodo cascarón del propio individualismo, tanto espiritual como práctico, y desinteresados por las necesidades; los problemas, las fatigas, las alegrías de la propia comunidad". No valen disculpas. Dios invita y nosotros tenemos que decir sí con todas las consecuencias. 125