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Vi~ésimo seüun o domingo Jeremías 20, 7-9. Romanos 12, 1-2. Mateo 16, 21-27: "El que quiera venirse con– migo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga". ¡JERUSALEN! ¡Jerusalén! la ciudad bien amada por todo israelita. La ciudad que ha quedado como un símbolo en nuestra religión cristiana. La ciudad que llenaba los ojos de lágrimas a todo peregrino que la vislumbraba en el horizonte. Y todo israelita tenía que peregrinar desde muy niño a Jerusalén. En sus labios, cuando se acercaban a las puertas de la ciu- dad, resonaban los cantos del profeta: "¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén". Cuando Jesús hablaba de subir a Jerusalén, los corazones de los discípulos se estremecían de esperanza. Algunos, más auda– ces, como Santiago y Juan, le pedían ocupar los primeros puestos en su Reino. Porque todos pensaban que había venido al mundo para restaurar el nuevo reino de Israel con Jerusalén como capi– tal. Incluso, en el último día de Cristo en la tierra, cuando cruzó la ciudad para ir al monte de la Ascensión, le preguntaron: "¿Es ahora, Señor, cuando vas a restaurar el reino de Israel?". Y resulta que Jesús habla de ir a Jerusalén para padecer, ser escarnecido, condenado y ejecutado. Nos podemos explicar el es– cándalo de todos. Pedro se hizo portavoz de ellos, cuando dijo: "¡No lo permita Dios, Señor! ¡Eso no puede pasarte!". Cristo fue tajante: "Quítate de mi vista Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios". 112

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