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lén, para que poco a poco se vaya abriendo el Evangelio a todos. La batalla todavía tenía que darse en el primer Concilio de la Iglesia, el Concilio de Jerusalén. El Evangelio de Cristo salió triu.nfador. Era para todos. Porque Dios era Dios de todos. Los ha– bía creado á. todos, había muerto por todos y quería la salvación de todos. Ya no "había judío ni gentil" ... Ahora tenemos que dar la batalla al revés. Nosotros los cris– tianos nos hemos apoderado del Evangelio. Hemos llamado duran– te siglos "perros judíos" a los hermanos de raza de Jesús, y les hemos considerado el pueblo maldito. Las causas de esto son mu– chas: el hecho de la condenación de Jesús, el racismo que ellos mantuvieron a través de sus "ghettos", el ser los usureros del pueblo al que explotaban, etc ... mil causas para un hecho cierto: el odio ancestral de judíos y cristianos. Un odio religioso. Se pen– saba hacer bien odiando y matando. Y eso siempre fue un mal. Va contra la esencia misma_ del Evange– lio. Ha sido otro concilio, el Vaticano 11, el que nos invita a todos los cristianos a pasar la raya en sentido contrario. Nos manda amar: "En primer lugar, a aquel pueblo que recibió los testamen– tos y las promesas y del que Cristo nació según la carne. Por cau– sa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación". A pesar de estas palabras el amor por los judíos nos suena mal. Lo creemos casi una blasfemia, porque hemos oído durante mucho tiempo en las letanías del Viernes Santo, día de la Pasión y Muerte de Cristo, aquello de "los pérfidos judíos". Ahora han si– do suprimidas. Deben ser suprimidas, aún, muchas cosas más. Cristo pasó la raya entre dos mundos, dos razas y dos con– cepciones religiosas para darnos a entender, que para la fe y el Evangelio no existen fronteras.. Que su Evangelio es el Evangelio del amor para todos. Y quien esto no comprenda ni practique no es cristiano, aunque esté bautizado. Parece una barbaridad, pero bien pensado es tan verdad como el mismo Evangelio. 109

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