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aquellos sobre quienes fue profetizado: "Oiréis con los oídos sin entender, miraréis con los ojos sin ver, porque está embotado el corazón de este pueblo". El gran peligro que nosotros, hombres modernos tenemos en este siglo tan cambiante y veloz, es el de considerar, también, lo divino como un espectáculo más. El tomar a veces, el Evangelio como una noticia de los domingos. El escucharlo con oídos de di– lectante para ver lo bien que suena o lo bien que se expresan los que lo exponen. Eso es ser hombre camino. Y por el camino de la vida pasa el maligno. Pongámosle el nombre que sea, el hecho está ahí. Bien vemos todos que el bien está en constante lucha contra el mal, o viceversa. Y que quedán– dose con los brazos cruzados no se consigue nada. La vida del hombre es lucha contra la tierra dura del camino de cada cual. Es la oportunidad que se nos da para vencer, para poder llegar a ser campeones. Quienes se limitan a cruzarse de brazos terminarán por morder el polvo de la derrota. Al estudiar las religiones de todos los pueblos, causa impre– sión el darse cuenta de la conciencia universal que existe ante el mal. Eso que para nosotros es algo patente en la Escritura, está, de una manera o de otra grabado en el corazón de todos los hu– manos. Por eso no dejó de impresionar a los españoles que des– cubrieron América aquel rito de los indios del imperio incaico. La fórmula decía así sobre el recién nacido: "No sabemos qué daño o qué vicio trae consigo esta criatura, contraído de su padre y madre. Ya está en vuestras manos -del agua-: lavadle y lim– piadle como sabéis que conviene, porque en vuestras manos se deja". En esta parábola del sembrador, Cristo nos invita a cada uno de nosotros a no quedar estático en nuestra vida espiritual como estatuas en medio de una plaza, sino a labrarnos el surco del bien en nuestra alma, para que la semiUa de su palabra evangélica dé fruto abundante en nuestras almas. Hay, pues, que escuchar la pa– labra y ponerla por obra. 99

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