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Nos cuenta en su carta de hoy cómo una enfermedad -¿debili– dad de los ojos? ¿Tentación diabólica?- le hundía en la nada, le de– jaba sin energías. Pidió a Dios la curación y el Señor le contestó: «Te basta mi gracia: la fuerza se reaiiza en la debilidad.» He aquí una de las paradojas divinas. Porque cuando nosotros hablamos de los poderes de los hom– bres, decimos una gran verdad. ¿Quién puede negar que los múscu– los, el dinero, las armas, la belleza son un poder? ¿Las palancas que mueven el mundo? Nos basta abrir los ojos para verlo. Pero hay algo más. Hay mucho más. Para ello no nos basta con abrir los ojos. Tenemos que lanzar el invisible rayo de la fe sobre nuestra alma y alumbrar otras realidades superiores. Pues existe una vida divina dentro de nosotros que se realiza ha– ciendo que Cristo crezca en nosotros y mengüe nuestro yo. Es lo que dijo San Pablo de sí mismo: «Vivo yo, mas no yo: es Cristo quien vive en mí.» Esa vida divina de la gracia nos hace a nosotros semejantes a Dios. Podemos conocer, amar y realizarnos como El y por El. Es un preanuncio de ese cielo que nos espera, porque el cielo en defini– tiva no es ni más ni menos que la realización plena de esa vida di– vina comenzada en la Tierra. En este sentido tenemos que decir que todo es gracia de Dios. Todo el plan de Cristo ha sido programado así. la oración es gracia de Dios. Los sacramentos son gracia de Dios. Son fuentes de la gracia. Cierto que millones de hombres no se fijan en eso. Sólo creen en lo que les entra por los ojos. Y muchas vidas, divinamente triun– fantes, les pueden parecer un fracaso. Hoy se juzga a los hombres por su eficacia, y, ordinariamente, «oros» son triunfos. Pero llega un momento en que eso no sirve para nada. Será cuan– do estemos pisando raya. La raya entre esta vida y la eterna, y nos será mejor entonces que nuestra confianza, nuestra fuerza, esté en Cristo. 95

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