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de sus ojos. Como todos en todas partes tenía el mismo sol, luna, estrellas, aire ... Su destierro era el no poder estar ya con Cristo, Vivir en esa pa– tria definitiva, única, celeste, entrevista con la fe. La fe, siguiendo la metáfora, podemos decir que era el sol que le alumbraba en sus noches de desterrado a través de este mundo. Quizá he dramatizado un tanto al hilo de las reflexiones de San Pablo. Pero al Apóstol hay que entenderle en su totalidad. Y de su doctrina se puede muy bien deducir eso que modernamente se ha proclamado: Ese Reino ha sido ya establecido aquí y ahora. Copio textualmente lo que dice un especialista: «Después de la resurrección de Cristo, el destino del mundo ya está decidido..Al existir consciente o inconscientemente como cris– tianos, es decir, en Cristo, avanzamos sin pérdida posible hacia el cielo. En toda la provisionalidad del mundo actúa ya lo definitivo. Ninguna búsqueda desemboca en el vacío. Nada puede separarnos del amor de Cristo; nada excepto la repulsa de este amor. Nosotros hemos alcanzado definitivamente la libertad, la apertura y la alegría. El Cristo del Apocalipsis ha dejado una puerta abierta que nadie podrá ya cerrar. Donde arde una llama, aunque pequeña, de verda– dero amor se hace visible ya la luz del cielo. Ninguna esperanza quedará defraudada. Nosotros no perdemos nada; mucho menos aquello a lo que hemos renunciado en nuestra vida. En este mundo no hay razón alguna para la desesperación y la pusilanimidad. Se podría reducir todo el cristianismo a esta fórmula: «el cristia– nismo es la fe en la que Dios afirma sin restricciones todos los anhe– los del hombre; aún más: los sobrepasa hasta tal punto que las es– peranzas y los sueños de la humanidad, aún los más desbordantes, aparecen como algo pobre e insignificante» (L. Boros.) Bello, ¿ verdad? Así es el cristianismo visto a la luz de la fe. Pero, no obstante, y visto lo visto, preferimos concluir con San Pablo: « Y es tal nuestra .confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vi– vir junto al Señor.» 89
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