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Undécimo domingo «Hermanos: Siempre tenemos confianza, aun– que sabemos que mientras vivimos estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe» (2 Cor.. 5, 6-7). LOS DESTERRADOS Siempre ha sido triste ser un desterrado. Algunos, como Ovidio, han sabido expresar su pena. Otros la han sentido sin poder o saber expresarla. Modernamente, cuando se ha descubierto que el mundo redondo visto desde la altura no tenía fronteras, creíamos que no importaba marchar de una parte a otra. Incluso las gentes han emigrado de su patria a otros países. Pero bien sabemos de sus penas, de sus locu– ras a veces. De sus soledades siempre. «Como pájaro alejado de su nido, así es el hombre lejos de su lugar», dice el libro de los Pro– verbios. Y al fin podríamos decir aquello que en la antigüedad escribió Epicteto: «Has sido condenado al destierro.» Pero ¿h~ algún sitio fuera del mundo adonde se me pueda enviar? Por doquiera que vaya, ¿no hallaré cielo, sol, luna y estrellas? ¿No tendré sueños y augurios? ¿No podré mantener comercio con los dioses?» Epicteto como sabemos fue un esclavo frigio que debió vivir a me– diados del siglo primero de nuestra era. Contemporáneo por tanto de San Pablo. Sus pensamientos se parecen, pero la diferencia es inmensa, por– que San Pablo pone Dios con mayúscula. San Pablo, el hombre que cruzó mil fronteras predicando a Cristo, no le importó desgajarse de su tierra, porque la tierra -por Cristo– era su patria. No era extranjero en ninguna parte. Su destierro no era perder las montañas de su ciudad del alcance 88
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