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ma que fue derramada en el rito de la circuncisión a los ocho días. La misma que manó de las fuentes de sus poros en Getsemaní. La misma que rodó sobre sus espaldas cuando la flagelación, sobre sus cabellos cuando la coronación de espinas. La misma que saltó del surtidor de sus manos y pies cuando se los perforaron con unos clavos. La misma que en tan corta cantidad surgió de l.a llaga del costado, cuando ya ni sangre le quedaba y el sacrificio había sido consumado. , Esa sangre es la que adoramos nosotros. Esa sangre de Cristo, real y verdaderamente presente en la Eucaristía, es la que comul– gamos nosotros. Sangre sacrificial, purificadora, hermana de todos los hombres. A esa sangre cantó Unamuno en su poema de «El Cristo de Ve– lázquez»: «Blanco cuerpo que diste por nosotros toda tu sangre, Cristo desangrado que el jugo de tus venas todo diste por nuestra rancia sangre emponzoñada; lago seco, esclarece tus blancuras ese río de sangre que a tus plantas riega el valle de lágrimas. La sangre que esparciste en perdón es la que enciende donde su planta fue, tu eterna lumbre. La sangre que nos diste es la que deja, pan candeal, tu cuerpo blanco ... ¡Sangre! ¡Sangre! Por ti, Cristo, es la sangre vino que ante la sed fiera del alma se estruja el universo... La sangre en que la vida de la carne nos guarda, nos redime; ni da fruto el amor sin sangre ... Tú, Cordero, de la sangre de amor siempre sin merma. restañaste con esa sangre roja la mancha del pecado -la conciencia del mal obrar, que hace remordimiento– y nos dejas marchar quitos del peso que al corazón nuestra cabeza abruma.» 67

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