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SEMANA SANTA Domingo de Ramos «Hermanos: Los que están en la carne no pue– den agradar a Dios. Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios. habita en vosotros»(Rom. 8, 8-9). Cuando llega la Semana Santa, llegan las comparaciones -que si siempre son enojosas- mucho más tratándose de una cosa como ésta. Que si la Semana Santa de tal, que si la Semana Santa de cual... Que si una es mejor que la otra. V aparecen los carteles anunciíl– dores, y entran en juego las agencias de viajes y nos llegan noticias de costas maravillosas y soleadas donde se pueden pasar unas va– caciones estupendas. No estamos contra lo que supone descanso, relax y huida de la urbe trepidante. El hombre moderno lo necesita. Pero estamos mu– cho más con ese proverbio antiguo, siempre remozado, que dice: «Los árboles no dejan ver el bosque.» Sucede, pues, que con tantos anuncios, con tanto folklore, con tantos «pasos», paseos y demás... nos hemos olvidado de que la Semana Santa se llama también la semana grande, porque es la más grande entre todas las semanas del año. Ella sintetiza -cual semilla prodigiosa- toda la trayectoria de un Hombre-Dios que por amor nuestro murió y por amor nuestro vive. El Domingo de Ramos nos presenta la sonrisa y el llanto del Hombre-Dios. El triunfo y el insulto. El lunes y el martes, la lucha verbal con bs enemigos que no cesaron de ponerle trampas. El miér– coles, la traicíón de uno de los suyos. El jueves, la gran explosió,i de amor eucarístico hacia los hombres. El milagro que únicamente un Dios que ama infinita y eternamente -porque es amor infinito y eterno- pudo hacer: quedarse con nosotros. El viernes, una prueba mayor de amor, «pues nadie ama más que el que da la vida por sus amigos. V yo voluntariamente la doy». En· 42

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