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hombres siguen pecando, lo único que hacemos los sacerdotes, ac– tualmente, es aplicar el valor infinito del sacrificio único de Cristo. Decía muy bien Fulton Sheen, el famoso obispo de la televisión americana: «Nuestro timbre de gloria es justamente ser ministros de Cristo, ministros de ese sacrificio. Y ser como El servidores del Pueblo de Dios.» El dijo: « Yo no vine a ser servido, sino a servir ... » El se arrodilló ante todos antes de instituir la Eucaristía y el sacerdocio. El nos dio · ejemplo. El mismo Papa se titula «Siervo de los siervos de Dios.» Un título que sin duda trata de alcanzar como un gran ideal. Pero reconozcamos que en el largo devenir de la Historia las adhe– rencias de privilegios, títulos, poder ... , han sido enormes, y a veces se ha desfigurado ese rostro auténtico de Cristo y del ministro de Cristo. El Vaticano II trató justamente de restaurar la auténtica faz de Jesús para que fuera reconocido por los hombres de hoy como el Jesús del Evangelio. Y sobre los sacerdotes, en el capítulo tercero de la constitución dogmática sobre la Iglesia -constitución que podemos considerar clave, pues el Vaticano II es el Concilio sobre la Iglesia-, dice lo siguiente: « Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos per– tenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera digni– dad cristiana, tendiendo libre y ordenadamennte a un mismo fin, alcan– cen la salvación.» Para eso estamos y somos: ministros de Jesucristo. Y ése debe ser nuestro mayor timbre de gloria. No queramos otro honor. 131

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