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Trigésimo primer domingo «El no necesita ofrecer sacrificios cada dia -como los sumos sacerdotes, que ofrecían pri– mero por los propios pecados, después por los del pueblo-, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (Hbr. 7, 27). ¡MINISTROS DE CRISTO! Dejando a un lado disquisiciones sobre el antíguo y el nuevo sa– crificio instituido por Cristo, sobre el antiguo y nuevo sacerdocio, una cosa está clara en la lectura de la carta a los hebreos: que sólo existe un único y supremo sacerdote: Cristo, de cuyo sacerdocio par– ticipamos todos los bautizados. Aparece en primer plano eso del sacerdocio de los fieles, que es una gozosa realidad. Porque los fieles también son sacerdotes. Radi– ca ese sacerdocio místico en el bautismo y en la confirmación. El bautismo es el sacramento de la incorporación a Cristo. Entonces co– mienza a ser verdad eso que tanto hemos oído repetir: Cristo y los cristianos forman un cuerpo místico. El es la Cabeza; nosotros somos los miembros. Y como El es el único y supremo sacerdote, de su sacerdocio par– ticipan todos los miembros, todos los cristianos. El Concilio recordó que entre este sacerdocio y el sacerdocio ministerial existe una dife• rencia esencial. No de grados. No. Por algo los llamados sacerdotes reciben un sacramento que imprime carácter, y que les confiere una misión y una potestad que los simples fieles no tienen. Por ejemplo, el poder de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo y el de per– donar los pecados. 128

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