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No que nos contemple olímpicamente, de una manera despectiva, como a veces también nos imaginamos. Pues él está metido en nues– tras propias vidas y en nuestro acontecer. Sino que la importancia que damos nosotros a ciertas cosas apenas si las tiene para él, por– que ha visto toda la historia de los hombres. Y sabe a qué atenerse. Cada generación se harta de decir que nunca el mundo ha sido tan malo ni ha estado tan mal como en sus tiempos. Si pudiera parar el reloj de su vida y darle cuerda cincuenta años después oiría ala– bar aquellos tiempos que tanto despreció. Oímos ahora decir que ésta es la generación del fin .. No voy a insistir en ello, pues en otra parte --incluso en un libro- insistí so– bre el tema. Pero ya se viene diciendo lo mismo desde el principio. Y ya vemos. ¿No sería mejor dejar las cosas en manos de Dios? Sin que esto suponga una huelga de brazos caídos, sino todo lo contrario. Prefiero escuchar las palabras de un gran profeta de nuestro tiem– po -no precisamente de calamidades-, Juan XXIII, que en el dis– curso de apertura del Vaticano II dijo: «En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen de sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en compara– ción con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quie– nes nada tienen que aprender de la historia, la cual sigue siendo maes• tra de la vida, y como si en los tiempos de los precedentes concilios ecuménicos todo procediese próspera y rectamente en torno a la cloc• trina y a la moral. Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos, como si fuese inminente el fin de los tiempos.» . Alientan estas palabras. Han sido proféticas. Para muchos el Con- cilio ha supuesto una liberación. Y el cambio no ha sido para mal, ni mucho menos, aunque algunos piensen que blanqueando los sepul– cros éstos dejan de existir. Seamos sinceros y realistas. 11

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